viernes, 19 de diciembre de 2025

Los pirahã: la comunidad que solo vive el presente

La tribu que vive sin pasado ni futuro

En una curva silenciosa del río Maici, en plena Amazonía brasileña, existe un pueblo que desconcierta a lingüistas, antropólogos y filósofos desde hace décadas. No por su violencia ni por su aislamiento extremo, sino porque parecen vivir en un mundo donde muchas de nuestras certezas —el tiempo, la memoria, la preocupación— simplemente no existen.


Los pirahã son amables, risueños, curiosos. Y, sin embargo, profundamente extraños para la lógica occidental.

Una tarde, un hombre llamado Xigagai estaba sentado junto al agua reparando una canoa. A su lado se sentó un misionero que llevaba años conviviendo con la comunidad. En medio del silencio del río, le preguntó por su padre.

Xigagai levantó la vista, pensó unos segundos y respondió con absoluta tranquilidad:

la vida de los pirahã, Donde el tiempo se detuvo

—No sé.

El misionero insistió. ¿Había muerto? ¿Vivía en otra aldea?

Xigagai se encogió de hombros.

—Yo no lo vi —dijo—. Entonces no lo sé.

Para los pirahã, el conocimiento solo es válido si procede de la experiencia directa. No creen en relatos heredados, ni en historias antiguas, ni en verdades transmitidas por otros. Si no lo has visto, oído o vivido tú mismo, simplemente no forma parte de tu mundo.

Y eso tiene consecuencias profundas.

Los pirahã no tienen mitos de creación. No conservan historias largas sobre antepasados. No usan números exactos. No conciben el tiempo como pasado, presente y futuro. Viven en un ahora continuo, sólido, completo.

Un lingüista les preguntó una vez cómo decían “mañana”. No supieron responder. Tienen formas de decir “después” o “no ahora”, pero nada que proyecte la mente hacia un futuro abstracto. Tampoco hablan del ayer como algo separado. Lo vivido se integra… o se disuelve.

Eso no significa que sean imprudentes o inconscientes. Todo lo contrario. Observan su entorno con una atención extrema. Saben cuándo el río va a crecer, cuándo un animal es peligroso, cuándo una tormenta se aproxima. No planifican a largo plazo, pero reaccionan con una precisión absoluta.

Una noche, una fuerte crecida arrasó parte de la aldea. Varias chozas desaparecieron bajo el agua. Nadie gritó. Nadie se lamentó. Al amanecer, comenzaron a reconstruir.

El misionero preguntó si no estaban tristes por lo perdido.

Una mujer respondió mientras ataba hojas nuevas:

—El río vino. El río se fue. Nosotros seguimos.

Entre los pirahã no existen jerarquías permanentes ni líderes autoritarios. Las decisiones se toman hablando, observando, esperando. Si alguien se enfada, se enfada. Si alguien se calma, se calma. El resentimiento no se almacena. No hay relatos internos que mantengan viva la herida.

Un antropólogo presenció una fuerte discusión entre dos hombres por una red de pesca. Hubo gritos. Hubo tensión. Al rato, uno se fue a nadar. El otro se puso a cantar. Minutos después, estaban riendo juntos.

—¿Ya está resuelto? —preguntó el antropólogo.

—Ya pasó —respondieron.

Esa forma de vivir tiene un precio. Los pirahã no acumulan. No ahorran. No construyen para el futuro. Y eso los vuelve vulnerables en un mundo que exige previsión, documentos y promesas.

Pero también les da algo que muchos hemos perdido: descanso mental.

Los investigadores observaron que los pirahã duermen poco, en fragmentos cortos, pero casi nunca sufren ansiedad. No anticipan catástrofes que no están ocurriendo. No rumian errores antiguos. No se castigan por decisiones pasadas.

Cuando alguien les explicó el concepto de “preocupación”, uno de ellos preguntó:

—¿Eso sirve para algo?

Nadie supo qué responder.

Hoy, los pirahã siguen viviendo a orillas de su río, presionados por madereros, enfermedades externas y leyes que no comprenden. Muchos dicen que deberían cambiar para sobrevivir. Tal vez sea cierto.

Pero mientras existan, su sola presencia plantea una pregunta incómoda:

¿Y si gran parte de nuestro sufrimiento no proviene de lo que vivimos, sino de lo que no dejamos de recordar o imaginar?

Los pirahã no filosofan sobre eso. Simplemente viven.

Y quizá, sin saberlo, custodian una de las lecciones más radicales de todas: que estar aquí, a veces, puede ser suficiente.

Texto y foto: Richard Ilimuri-Internet