Rubén Hilari pasó su infancia en una comunidad cercana a
Achacachi, cosechando papa y pastoreando ovejas. Luego entró en contacto con
las nuevas tecnologías y ahora
las utiliza para fomentar el uso de la lengua
aymara. Su historia, que aquí publicamos, es parte del libro de crónicas
América se mueve, sobre activistas de Latinoamérica, que acaba de publicar
Hivos, bajo el cuidado en la edición de Alex Ayala.
Hay un aula de escuela,
una ventana y un pizarrón viejo
tiñéndose de rojo con la luz del atardecer. Hay un pueblo boliviano llamado
Achacachi, en la provincia paceña Omasuyos, y hay un niño de pie frente a unas letras gordas escritas con tiza
que lee, que finge leer: "la lu-na sa-le so-la”.
Cuando tenía siete años, Rubén Hilari ya sabía cuándo
cosechar la papa, cuánta paja usar para hacer adobes y cómo ahuyentar a los
zorros que amenazan a las ovejas. Lo que
entonces no sabía Rubén Hilari era qué significaban esas palabras cortas,
escritas con letras gordas, que se había aprendido de memoria y que repetía en
un idioma ajeno a cambio de "sietes” y felicitaciones de su maestra.
"Hasta que he entrado a la escuela yo sólo hablaba
aymara en mi casa y en mi comunidad pero tenía que aprender a leer en
castellano… no pues —cuestiona ahora este hombre moreno y menudo de 35 años—.
¿Por qué no nos comunicamos en aymara si es nuestro idioma?”. Esa pregunta que
en su infancia era una intuición secreta se convirtió décadas después en una
demanda política que ha transformado al lingüista Rubén Hilari en pionero del
ciberactivismo aymara a la cabeza del colectivo Jaqi Aru (lengua aymara, en
castellano).
Al volante de su carro, un Volkswagen setentero que nos
lleva a la Universidad Indígena Túpac Katari por un carretera custodiada por el
lago Titicaca, Hilari reconstruye el camino que lo condujo a sus certezas:
desde su comunidad de Walata al internado del pueblo de Achacachi, de éste a la
Universidad de El Alto (UPEA) y de allí
hasta el ombligo del mundo: Nueva York.
"No fue casual —reflexiona en voz alta mientras maneja—
. Fue para que viera claro lo que desde antes sabía: yo soy aymara antes que
boliviano”.
Los cuáqueros llegaron a Bolivia en 1919 con la Iglesia
Nacional Evangélica Los Amigos. A finales de los 60 crearon la
escuela-internado El Cuáquero en Achacachi para los niños de las comunidades
aymaras cercanas. Allí llegó Rubén en 1986, siguiendo los pasos de su hermano
Zenón, un muchacho cinco años mayor que también había sido enviado por sus
padres para aprender a leer y a escribir en castellano.
"Yo sólo hablaba aymara y tenía que escribir en
castellano. Mi padre no había pisado la escuela y mi madre sólo estuvo dos
años. No me podían guiar. Te sacaban de tu casa y te empezaban a hablar como en
chino, yo no entendía nada. Pero era adaptarte o escapar. Recuerdo las
figuritas del libro de lectura Semilla con el cantito: ‘la luna sale sola’. Yo
me aprendía todo de memoria y lo repetía sin entender. Así ha sido mi proceso
de castellanización”. Hilari lo cuenta sin pena, como quien habla de un destino
"que a todos les toca”.
Durante una década, Rubén y su hermano Zenón regresaban a casa en las vacaciones finales y
durante la época de cosecha. Y no descansaban. Ayudaban a sus padres a recoger
los frutos de la tierra y emprendían largos viajes hasta La Paz para vender las
arrobas de papa en los mercados.
A los 16 años, siguiendo otra vez los pasos de su hermano,
Hilari se trasladó a El Alto y allí terminó el bachillerato. Su futuro era
entonces "tan oscuro que no se veía nada”.
La Universidad Indígena Boliviana Aymara Túpac Katari
(Unibol) funciona desde hace seis años en la comunidad de Cuyahuani de Tiquina,
a 65 kilómetros de La Paz. Con la postal del lago Titicaca de fondo, el campus
es un conjunto de construcciones de tres pisos rebosantes de cemento sin
pintura en las fachadas. Acoge a un millar de jóvenes de comunidades
altiplánicas que viven en los predios mientras estudian carreras agropecuarias.
Cada día, la ciudadela universitaria, rodeada por pinos
añejos, se llena de polleras multicolores y ponchos de universitarios con
computadoras portátiles en las manos. Todos se comunican en aymara y ríen en
aymara y sueñan en aymara.
Allí, el colectivo Jaqi Aru comenzó en 2014 el proyecto
Cuyahuani 2.0. Su misión es
capacitar a los alumnos en la
construcción de antenas caseras de internet e instalación de una red interna
para la población universitaria. La propuesta busca mejorar la velocidad de
internet en la Unibol, que sólo dispone de dos megas de ancho de banda para sus
mil estudiantes.
En un aula, un grupo de jóvenes y señoritas "arma”
ahora antenas con bandejas y envases de cartón. "Los materiales reciclados
son cajas cilíndricas de vino y whisky, a las que se instala unos dispositivos
para que puedan captar la señal”, explica Edwin Quispe —otro miembro del
colectivo ciberactivista aymara— a los estudiantes que sueldan, ajustan y
prueban los aparatos. Quispe e Hilari aprendieron esta técnica hace un año en
el mARTadero de Cochabamba.
"Ya se han
colocado siete antenas —en puntos estratégicos, como la biblioteca y los
dormitorios estudiantiles— para mejorar la señal, que en la Unibol es
deficiente por el ancho de banda. Y hemos buscado además otras alternativas,
como crear una red de intranet inalámbrica para (temas de) mensajería que funciona
como un internet interno”, comenta Hilari en el acto de presentación de los
resultados del proyecto.
Cuyahuani 2.0. ha implementado además una biblioteca virtual
en el campus para incentivar el uso del internet en aymara.
A los 18 años, Rubén Hilari había terminado el colegio y
trabajaba como mensajero del aeropuerto de El Alto. Estudiaba inglés y
programación de computadoras en un instituto y aún no veía claro el futuro.
El año 2000 se
inauguró la Universidad Pública de El Alto (UPEA) y él se inscribió en la
carrera de Turismo. Siguieron meses de inestabilidad para la nueva casa de
estudios y, aunque tras una serie de movilizaciones, terminó por
reestructurarse, se cerró la carrera de Hilari. Para entonces él ya trabajaba
como profesor de inglés del colegio Emanuel, que era administrado por los
cuáqueros que lo habían formado, y optó por Lingüística e Idiomas para
continuar en la UPEA.
La vida universitaria abrió más puertas al joven Hilari.
"En la UPEA leí a Guamán Poma de Ayala, a Fausto Reinaga y a otros
autores, y me di cuenta de que si hubiéramos seguido al ritmo que íbamos, los
aymaras habríamos desarrollado una civilización diferente. En aquel momento,
cuando estudiaba, nos hacían creer que lo occidental era lo máximo y eso es
falso. Hasta sexto semestre no tuvimos ni un docente que nos enseñara
lingüística en aymara, pese a que esa era la lengua materna de muchos de los
estudiantes que veníamos de las provincias”, analiza Rubén con espíritu
crítico.
En 2007, cuando
terminó la carrera, Rubén era ya un experimentado maestro de inglés. Ese mismo
año ganó una plaza en un programa de intercambio para profesores de idiomas en
una escuela cuáquera en Nueva York. "Estaba feliz pero también asustado”,
recuerda.
** **
Rebeca Laura tiene 35 años y es muy paceña; pero más frágil
que el estereotipo de las paceñas por la miel de sus grandes ojos. Conoció a
Rubén en la UPEA cuando él era dirigente estudiantil y ella una universitaria
novata. "Aunque no es mi idioma materno, me apasiona el aymara. Por eso
entré a lingüística”, comenta.
Hilari y ella fueron novios durante cinco años y luego se
casaron. A ella le gustó siempre la misión que él se impuso con el aymara.
"Creo en lo que está haciendo. No desconfío”, confiesa mientras trata de
controlar a su hija Warita, que ya ha empezado a dar los primeros pasos.
La niña nació el 21 de octubre de 2013. Sus padres
convinieron en que "brillaba” y la llamaron Wara (lucero, en aymara).
Ahora, con un año y medio, la estrellita aprende a hablar en castellano, aymara
e inglés. "Nosotros como lingüistas le enseñamos y ya dependerá de ella
elegir después”, dice Rebeca.
La primera vez que Rubén Hilari abordó un avión, su boleto a
"la otra vida” pasaba por La Paz, Santa Cruz, Miami y Nueva York. En
"la gran manzana” durante un año vivió con una familia evangélica; trabajó
en un colegio cuáquero donde daba clases de castellano y charlas sobre la
cultura andina; y en sus ratos libres era un caminante impenitente.
"Conocí todo lo que pude. Me impresionaron los
aeropuertos, los edificios —el Empire State—, el sistema educativo, la
organización, la responsabilidad y la dedicación que tienen los
estadounidenses”, relata.
2008 fue un año de descubrimientos y nuevas experiencias en
tierras lejanas. Pero Hilari jamás se planteó una mudanza al país del norte
—"yo hablaba en inglés y traducía (para otros) al español, pero pensaba en
aymara”, subraya— y regresó al término de la pasantía con una maleta llena de
proyectos y ansioso por casarse con Rebeca Laura, la muchacha de ojos dulces de
la que se enamoró en la UPEA. "Como la víbora que se saca la escama y se
renueva, así volví”.
Bolivia y él se necesitaban.
Si no fuera por las tres modernas computadoras, el rosa
intenso de las paredes se robaría todo el protagonismo de la oficina de cinco
por siete metros que Jaqi Aru tiene en la ciudad de El Alto. En la sede del
grupo ciberactivista, una comunidad de jóvenes trabaja para promover el uso de internet en idioma
aymara, e Hilari es uno de sus motores más importantes.
"Cuando volví de Estados Unidos, comencé a armar blogs
en aymara con un grupo de compañeros. Llegamos a hacer 11”, cuenta Rubén detrás
de su escritorio.
La iniciativa llamó la atención de Global Wise y poco
después esta organización les solicitó la traducción de otros blogs
internacionales al aymara. Ese fue el inicio del colectivo.
En septiembre de 2009, 12 ciberactivistas crearon Jaqi Aru y
encararon su primera misión de voluntariado: traducir el Facebook al aymara.
Después de varios años de trabajo, el equipo ha logrado traducir más de 23.000
términos de la red social y espera llegar a los 28.000.
"Me gusta”, por ejemplo, es kusawa en aymara;
"compartir” es ch’iqiyaña; y "comentar”, qillqt’aña.
"Amigos” es masinaka; "fotos”, jamuqanaka;
"inicio”, qallta; y "publicación”, jichhakipta. La labor de
voluntariado continúa y, cuando llegue a
un 90% de avance, el proyecto podría materializarse y ser lanzado oficialmente
por Facebook.
"Una lección aprendida en Jaqi Aru es que hay que
escribir más en aymara. El desafío es que el aymara no sea inferior ni superior
al castellano”, dice Hilari con gesto severo. Y luego vuelve a sonreír para
hablar de todo lo que le entusiasma: de su comunidad, donde vuelve dos veces al
mes para sembrar y cosechar con las manos "porque es la mejor forma de
cargar energía”; de la batería de ciberproyectos de Jaqi Aru —que va desde la
subtitulación de películas hasta la creación de herramientas tecnológicas con
lógica andina—; y de su hijita Wara.
"Ni ella ni nadie de su generación debería tener que
fingir que lee en signos ajenos, como hice yo. Nunca más: Taqin
Ch’amañchasirinakarux jallallakipanaya” (fuerza a los que siguen luchando).
Texto y foto: Pagina siete-Liliana Carrillo V. -Richard Ilimuri