domingo, 11 de septiembre de 2016

El ciberactivista aymara


Rubén Hilari pasó su infancia en una comunidad cercana a Achacachi, cosechando papa y pastoreando ovejas. Luego entró en contacto con las nuevas tecnologías y ahora

las utiliza para fomentar el uso de la lengua aymara. Su historia, que aquí publicamos, es parte del libro de crónicas América se mueve, sobre activistas de Latinoamérica, que acaba de publicar Hivos, bajo el cuidado en la edición de Alex Ayala.

Hay un aula de escuela,  una ventana y un pizarrón  viejo tiñéndose de rojo con la luz del atardecer. Hay un pueblo boliviano llamado Achacachi, en la provincia paceña Omasuyos, y hay un niño de pie  frente a unas letras gordas escritas con tiza que lee, que finge leer: "la lu-na sa-le so-la”.

Cuando tenía siete años, Rubén Hilari ya sabía cuándo cosechar la papa, cuánta paja usar para hacer adobes y cómo ahuyentar a los zorros que amenazan  a las ovejas. Lo que entonces no sabía Rubén Hilari era qué significaban esas palabras cortas, escritas con letras gordas, que se había aprendido de memoria y que repetía en un idioma ajeno a cambio de "sietes” y felicitaciones de su maestra.

"Hasta que he entrado a la escuela yo sólo hablaba aymara en mi casa y en mi comunidad pero tenía que aprender a leer en castellano… no pues —cuestiona ahora este hombre moreno y menudo de 35 años—. ¿Por qué no nos comunicamos en aymara si es nuestro idioma?”. Esa pregunta que en su infancia era una intuición secreta se convirtió décadas después en una demanda política que ha transformado al lingüista Rubén Hilari en pionero del ciberactivismo aymara a la cabeza del colectivo Jaqi Aru (lengua aymara, en castellano).

Al volante de su carro, un Volkswagen setentero que nos lleva a la Universidad Indígena Túpac Katari por un carretera custodiada por el lago Titicaca, Hilari reconstruye el camino que lo condujo a sus certezas: desde su comunidad de Walata al internado del pueblo de Achacachi, de éste a la Universidad de El Alto (UPEA)  y de allí hasta el ombligo del mundo: Nueva York.
"No fue casual —reflexiona en voz alta mientras maneja— . Fue para que viera claro lo que desde antes sabía: yo soy aymara antes que boliviano”.
                          
Los cuáqueros llegaron a Bolivia en 1919 con la Iglesia Nacional Evangélica Los Amigos. A finales de los 60 crearon la escuela-internado El Cuáquero en Achacachi para los niños de las comunidades aymaras cercanas. Allí llegó Rubén en 1986, siguiendo los pasos de su hermano Zenón, un muchacho cinco años mayor que también había sido enviado por sus padres para aprender a leer y a escribir en castellano.

"Yo sólo hablaba aymara y tenía que escribir en castellano. Mi padre no había pisado la escuela y mi madre sólo estuvo dos años. No me podían guiar. Te sacaban de tu casa y te empezaban a hablar como en chino, yo no entendía nada. Pero era adaptarte o escapar. Recuerdo las figuritas del libro de lectura Semilla con el cantito: ‘la luna sale sola’. Yo me aprendía todo de memoria y lo repetía sin entender. Así ha sido mi proceso de castellanización”. Hilari lo cuenta sin pena, como quien habla de un destino "que a todos les toca”.

Durante una década, Rubén y su hermano Zenón  regresaban a casa en las vacaciones finales y durante la época de cosecha. Y no descansaban. Ayudaban a sus padres a recoger los frutos de la tierra y emprendían largos viajes hasta La Paz para vender las arrobas de papa en los mercados.

A los 16 años, siguiendo otra vez los pasos de su hermano, Hilari se trasladó a El Alto y allí terminó el bachillerato. Su futuro era entonces "tan oscuro que no se veía nada”.

La Universidad Indígena Boliviana Aymara Túpac Katari (Unibol) funciona desde hace seis años en la comunidad de Cuyahuani de Tiquina, a 65 kilómetros de La Paz. Con la postal del lago Titicaca de fondo, el campus es un conjunto de construcciones de tres pisos rebosantes de cemento sin pintura en las fachadas. Acoge a un millar de jóvenes de comunidades altiplánicas que viven en los predios mientras estudian carreras agropecuarias.

Cada día, la ciudadela universitaria, rodeada por pinos añejos, se llena de polleras multicolores y ponchos de universitarios con computadoras portátiles en las manos. Todos se comunican en aymara y ríen en aymara y sueñan en aymara.

Allí, el colectivo Jaqi Aru comenzó en 2014 el proyecto Cuyahuani 2.0. Su  misión es capacitar  a los alumnos en la construcción de antenas caseras de internet e instalación de una red interna para la población universitaria. La propuesta busca mejorar la velocidad de internet en la Unibol, que sólo dispone de dos megas de ancho de banda para sus mil estudiantes.

En un aula, un grupo de jóvenes y señoritas "arma” ahora antenas con bandejas y envases de cartón. "Los materiales reciclados son cajas cilíndricas de vino y whisky, a las que se instala unos dispositivos para que puedan captar la señal”, explica Edwin Quispe —otro miembro del colectivo ciberactivista aymara— a los estudiantes que sueldan, ajustan y prueban los aparatos. Quispe e Hilari aprendieron esta técnica hace un año en el mARTadero de Cochabamba.

 "Ya se han colocado siete antenas —en puntos estratégicos, como la biblioteca y los dormitorios estudiantiles— para mejorar la señal, que en la Unibol es deficiente por el ancho de banda. Y hemos buscado además otras alternativas, como crear una red de intranet inalámbrica para (temas de) mensajería que funciona como un internet interno”, comenta Hilari en el acto de presentación de los resultados del proyecto.

Cuyahuani 2.0. ha implementado además una biblioteca virtual en el campus para incentivar el uso del internet en aymara.

A los 18 años, Rubén Hilari había terminado el colegio y trabajaba como mensajero del aeropuerto de El Alto. Estudiaba inglés y programación de computadoras en un instituto y aún no veía claro el futuro.

 El año 2000 se inauguró la Universidad Pública de El Alto (UPEA) y él se inscribió en la carrera de Turismo. Siguieron meses de inestabilidad para la nueva casa de estudios y, aunque tras una serie de movilizaciones, terminó por reestructurarse, se cerró la carrera de Hilari. Para entonces él ya trabajaba como profesor de inglés del colegio Emanuel, que era administrado por los cuáqueros que lo habían formado, y optó por Lingüística e Idiomas para continuar en la UPEA.

La vida universitaria abrió más puertas al joven Hilari. "En la UPEA leí a Guamán Poma de Ayala, a Fausto Reinaga y a otros autores, y me di cuenta de que si hubiéramos seguido al ritmo que íbamos, los aymaras habríamos desarrollado una civilización diferente. En aquel momento, cuando estudiaba, nos hacían creer que lo occidental era lo máximo y eso es falso. Hasta sexto semestre no tuvimos ni un docente que nos enseñara lingüística en aymara, pese a que esa era la lengua materna de muchos de los estudiantes que veníamos de las provincias”, analiza Rubén con espíritu crítico.

 En 2007, cuando terminó la carrera, Rubén era ya un experimentado maestro de inglés. Ese mismo año ganó una plaza en un programa de intercambio para profesores de idiomas en una escuela cuáquera en Nueva York. "Estaba feliz pero también asustado”, recuerda.
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Rebeca Laura tiene 35 años y es muy paceña; pero más frágil que el estereotipo de las paceñas por la miel de sus grandes ojos. Conoció a Rubén en la UPEA cuando él era dirigente estudiantil y ella una universitaria novata. "Aunque no es mi idioma materno, me apasiona el aymara. Por eso entré a lingüística”, comenta.

Hilari y ella fueron novios durante cinco años y luego se casaron. A ella le gustó siempre la misión que él se impuso con el aymara. "Creo en lo que está haciendo. No desconfío”, confiesa mientras trata de controlar a su hija Warita, que ya ha empezado a dar los primeros pasos.

La niña nació el 21 de octubre de 2013. Sus padres convinieron en que "brillaba” y la llamaron Wara (lucero, en aymara). Ahora, con un año y medio, la estrellita aprende a hablar en castellano, aymara e inglés. "Nosotros como lingüistas le enseñamos y ya dependerá de ella elegir después”, dice Rebeca.
 
La primera vez que Rubén Hilari abordó un avión, su boleto a "la otra vida” pasaba por La Paz, Santa Cruz, Miami y Nueva York. En "la gran manzana” durante un año vivió con una familia evangélica; trabajó en un colegio cuáquero  donde daba  clases de castellano y charlas sobre la cultura andina; y en sus ratos libres era un caminante impenitente.

"Conocí todo lo que pude. Me impresionaron los aeropuertos, los edificios —el Empire State—, el sistema educativo, la organización, la responsabilidad y la dedicación que tienen los estadounidenses”, relata.

2008 fue un año de descubrimientos y nuevas experiencias en tierras lejanas. Pero Hilari jamás se planteó una mudanza al país del norte —"yo hablaba en inglés y traducía (para otros) al español, pero pensaba en aymara”, subraya— y regresó al término de la pasantía con una maleta llena de proyectos y ansioso por casarse con Rebeca Laura, la muchacha de ojos dulces de la que se enamoró en la UPEA. "Como la víbora que se saca la escama y se renueva, así volví”.

Bolivia y él se necesitaban.

Si no fuera por las tres modernas computadoras, el rosa intenso de las paredes se robaría todo el protagonismo de la oficina de cinco por siete metros que Jaqi Aru tiene en la ciudad de El Alto. En la sede del grupo ciberactivista, una comunidad de jóvenes trabaja  para promover el uso de internet en idioma aymara, e Hilari es uno de sus motores más importantes.

"Cuando volví de Estados Unidos, comencé a armar blogs en aymara con un grupo de compañeros. Llegamos a hacer 11”, cuenta Rubén detrás de su escritorio.

La iniciativa llamó la atención de Global Wise y poco después esta organización les solicitó la traducción de otros blogs internacionales al aymara. Ese fue el inicio del colectivo.

En septiembre de 2009, 12 ciberactivistas crearon Jaqi Aru y encararon su primera misión de voluntariado: traducir el Facebook al aymara. Después de varios años de trabajo, el equipo ha logrado traducir más de 23.000 términos de la red social y espera llegar a los 28.000.

"Me gusta”, por ejemplo, es kusawa en aymara; "compartir” es ch’iqiyaña; y "comentar”, qillqt’aña.

"Amigos” es masinaka; "fotos”, jamuqanaka; "inicio”, qallta; y "publicación”, jichhakipta. La labor de voluntariado continúa y, cuando  llegue a un 90% de avance, el proyecto podría materializarse y ser lanzado oficialmente por Facebook.

"Una lección aprendida en Jaqi Aru es que hay que escribir más en aymara. El desafío es que el aymara no sea inferior ni superior al castellano”, dice Hilari con gesto severo. Y luego vuelve a sonreír para hablar de todo lo que le entusiasma: de su comunidad, donde vuelve dos veces al mes para sembrar y cosechar con las manos "porque es la mejor forma de cargar energía”; de la batería de ciberproyectos de Jaqi Aru —que va desde la subtitulación de películas hasta la creación de herramientas tecnológicas con lógica andina—; y de su hijita Wara.

"Ni ella ni nadie de su generación debería tener que fingir que lee en signos ajenos, como hice yo. Nunca más: Taqin Ch’amañchasirinakarux jallallakipanaya” (fuerza a los que siguen luchando).

Texto y foto: Pagina siete-Liliana Carrillo V. -Richard Ilimuri