domingo, 11 de septiembre de 2016

El Burkini musulman

El burkini es un traje de baño especialmente
diseñado para mujeres musulmanas que
 solo deja al descubierto la cara, las manos y los pies.
El burkini es un traje de baño especialmente diseñado para mujeres musulmanas que solo deja al descubierto la cara, las manos y los pies. Salió al mercado por primera vez en Australia en 2003, donde fue todo un éxito; en un mes se vendieron 9.000 unidades a un precio de unos 100 €. Fue creación de Aheda Zanetti, una diseñadora australiana de origen libanés. El nombre es un acrónimo de burka y bikini.

Europa se debate agitadamente sobre la conveniencia de prohibir que las mujeres musulmanas usen, en playas y piletas del Viejo Continente el llamado burkini, un traje de baño compuesto por un pantalón y una camiseta de mangas largas con capucha, que cubre el cuerpo, con excepción de la cara, las manos y los pies, como vemos en la foto.
En 1957, por cuestiones
 de decoro, se prohibía en Italia
 el uso del bikini y Cruzkini.

Dicho atuendo es popular entre las mujeres que practican el Islam y que viven en Europa, con la libertad de transitar como lo desean, siguiendo únicamente las bases del respeto por los demás y sin caer en ningún tipo de discriminación.

En el propio mundo islámico, curiosamente, hay países en los que brigadas especiales de policía religiosa o moral vigilan la forma en que se visten las mujeres y castigan a quien no se ajuste al riguroso código de vestimenta imperante. En algunos hoteles, incluso, hay carteles que recuerdan a las extranjeras que deben indefectiblemente ajustar su forma de vestir a las pautas locales.

En 1957, por cuestiones de decoro, se prohibía en Italia el uso del bikini. Recientemente, en Francia, autoridades de Cannes prohibieron el uso del burkini, medida que fue luego levantada por el Consejo de Estado, pero que continúa vigente en otros municipios. Una de las razones principales que habían llevado a Cannes a tomar esa determinación se asociaba a la seguridad, tras la serie de ataques terroristas que ha padecido últimamente Francia y que fueron reivindicados por el temido grupo jihadista ISIS.


Se ensayaron otras explicaciones como la defensa de los valores locales o cuestiones de higiene, pero lo cierto es que esas cuestiones poco parecían pesar antes de que se produjeran los últimos ataques sangrientos contra la población civil francesa, entre otros países que también se enfrentan a este tipo de terrorismo.

Hubo quienes justificaban aquella prohibición en la posibilidad de que esos atuendos permitieran esconder armas o explosivos destinados a seguir sembrando la muerte y el pánico.

En Francia, así como también en el resto de Europa, la opinión se encuentra dividida. Mientras el ministro del Interior francés, Bernard Cazeneuve, se opone a la prohibición del burkini, el primer ministro, Manuel Valls, se mostró a favor del veto a la prenda que usan las mujeres musulmanas. En palabras de Cazeneuve, una ley contra el uso del burkini sería "inconstitucional e ineficaz" y crearía "antagonismos y tensiones irreparables".

Entre la treintena de localidades costeras que mantienen la prohibición figura Niza, escenario de uno de los últimos atentados terroristas, que provocó la muerte de 84 personas y más de medio centenar de heridos.

Es ahora la propia Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU la que acertadamente pide que se revoque ese veto, desde una mirada abierta y universal que se contrapone a cualquier nacionalismo reaccionario. Aduce, con razón, que la medida atenta contra las libertades individuales.
La historia está llena de experiencias en las que los inmigrantes se esforzaron por integrarse a nuevas sociedades y tuvieron éxito. Nuestro país, crisol de razas, es un buen ejemplo de ello. Muchos musulmanes que llegan como inmigrantes a Europa occidental exigen poder vestirse según sus propias pautas religiosas. Cabe preguntarse si la población local tiene derecho a exigirles que respeten la identidad nacional, obligándolos a optar.

Es posible que no haya respuestas definitivas a esos interrogantes, pero es esencial que siempre se actúe desde el respeto hacia el prójimo, así como desde una lógica de pluralismo y tolerancia. Pueden entenderse el temor y el dolor nacidos de los ataques terroristas, pero medidas como las mencionadas no contribuyen a la seguridad y aumentan la desconfianza, la polarización y la tensión que se busca reducir.

La xenofobia, la discriminación, la intransigencia y el fanatismo jamás han sido buenos consejeros. Lejos de imponerse, la libertad se conquista. Aunque cualquier instrumento de opresión debe ser siempre rechazado, son las propias mujeres, como bien ha sostenido días atrás Alicia Dujovne Ortíz en un artículo publicado en la nacion, las que han de despejar el camino que sociedades de extremo corte patriarcal pretendan cerrarles.

El mejor ejemplo que debería poder darles Occidente es el del respeto a la diferencia en libertad, sobreponiéndose a los miedos y defendiendo la paz, sin alterar las costumbres que violentos y extremistas provocadores buscan mutilar.

Texto y foto: Internet-Richard Ilimuri

El ciberactivista aymara


Rubén Hilari pasó su infancia en una comunidad cercana a Achacachi, cosechando papa y pastoreando ovejas. Luego entró en contacto con las nuevas tecnologías y ahora

las utiliza para fomentar el uso de la lengua aymara. Su historia, que aquí publicamos, es parte del libro de crónicas América se mueve, sobre activistas de Latinoamérica, que acaba de publicar Hivos, bajo el cuidado en la edición de Alex Ayala.

Hay un aula de escuela,  una ventana y un pizarrón  viejo tiñéndose de rojo con la luz del atardecer. Hay un pueblo boliviano llamado Achacachi, en la provincia paceña Omasuyos, y hay un niño de pie  frente a unas letras gordas escritas con tiza que lee, que finge leer: "la lu-na sa-le so-la”.

Cuando tenía siete años, Rubén Hilari ya sabía cuándo cosechar la papa, cuánta paja usar para hacer adobes y cómo ahuyentar a los zorros que amenazan  a las ovejas. Lo que entonces no sabía Rubén Hilari era qué significaban esas palabras cortas, escritas con letras gordas, que se había aprendido de memoria y que repetía en un idioma ajeno a cambio de "sietes” y felicitaciones de su maestra.

"Hasta que he entrado a la escuela yo sólo hablaba aymara en mi casa y en mi comunidad pero tenía que aprender a leer en castellano… no pues —cuestiona ahora este hombre moreno y menudo de 35 años—. ¿Por qué no nos comunicamos en aymara si es nuestro idioma?”. Esa pregunta que en su infancia era una intuición secreta se convirtió décadas después en una demanda política que ha transformado al lingüista Rubén Hilari en pionero del ciberactivismo aymara a la cabeza del colectivo Jaqi Aru (lengua aymara, en castellano).

Al volante de su carro, un Volkswagen setentero que nos lleva a la Universidad Indígena Túpac Katari por un carretera custodiada por el lago Titicaca, Hilari reconstruye el camino que lo condujo a sus certezas: desde su comunidad de Walata al internado del pueblo de Achacachi, de éste a la Universidad de El Alto (UPEA)  y de allí hasta el ombligo del mundo: Nueva York.
"No fue casual —reflexiona en voz alta mientras maneja— . Fue para que viera claro lo que desde antes sabía: yo soy aymara antes que boliviano”.
                          
Los cuáqueros llegaron a Bolivia en 1919 con la Iglesia Nacional Evangélica Los Amigos. A finales de los 60 crearon la escuela-internado El Cuáquero en Achacachi para los niños de las comunidades aymaras cercanas. Allí llegó Rubén en 1986, siguiendo los pasos de su hermano Zenón, un muchacho cinco años mayor que también había sido enviado por sus padres para aprender a leer y a escribir en castellano.

"Yo sólo hablaba aymara y tenía que escribir en castellano. Mi padre no había pisado la escuela y mi madre sólo estuvo dos años. No me podían guiar. Te sacaban de tu casa y te empezaban a hablar como en chino, yo no entendía nada. Pero era adaptarte o escapar. Recuerdo las figuritas del libro de lectura Semilla con el cantito: ‘la luna sale sola’. Yo me aprendía todo de memoria y lo repetía sin entender. Así ha sido mi proceso de castellanización”. Hilari lo cuenta sin pena, como quien habla de un destino "que a todos les toca”.

Durante una década, Rubén y su hermano Zenón  regresaban a casa en las vacaciones finales y durante la época de cosecha. Y no descansaban. Ayudaban a sus padres a recoger los frutos de la tierra y emprendían largos viajes hasta La Paz para vender las arrobas de papa en los mercados.

A los 16 años, siguiendo otra vez los pasos de su hermano, Hilari se trasladó a El Alto y allí terminó el bachillerato. Su futuro era entonces "tan oscuro que no se veía nada”.

La Universidad Indígena Boliviana Aymara Túpac Katari (Unibol) funciona desde hace seis años en la comunidad de Cuyahuani de Tiquina, a 65 kilómetros de La Paz. Con la postal del lago Titicaca de fondo, el campus es un conjunto de construcciones de tres pisos rebosantes de cemento sin pintura en las fachadas. Acoge a un millar de jóvenes de comunidades altiplánicas que viven en los predios mientras estudian carreras agropecuarias.

Cada día, la ciudadela universitaria, rodeada por pinos añejos, se llena de polleras multicolores y ponchos de universitarios con computadoras portátiles en las manos. Todos se comunican en aymara y ríen en aymara y sueñan en aymara.

Allí, el colectivo Jaqi Aru comenzó en 2014 el proyecto Cuyahuani 2.0. Su  misión es capacitar  a los alumnos en la construcción de antenas caseras de internet e instalación de una red interna para la población universitaria. La propuesta busca mejorar la velocidad de internet en la Unibol, que sólo dispone de dos megas de ancho de banda para sus mil estudiantes.

En un aula, un grupo de jóvenes y señoritas "arma” ahora antenas con bandejas y envases de cartón. "Los materiales reciclados son cajas cilíndricas de vino y whisky, a las que se instala unos dispositivos para que puedan captar la señal”, explica Edwin Quispe —otro miembro del colectivo ciberactivista aymara— a los estudiantes que sueldan, ajustan y prueban los aparatos. Quispe e Hilari aprendieron esta técnica hace un año en el mARTadero de Cochabamba.

 "Ya se han colocado siete antenas —en puntos estratégicos, como la biblioteca y los dormitorios estudiantiles— para mejorar la señal, que en la Unibol es deficiente por el ancho de banda. Y hemos buscado además otras alternativas, como crear una red de intranet inalámbrica para (temas de) mensajería que funciona como un internet interno”, comenta Hilari en el acto de presentación de los resultados del proyecto.

Cuyahuani 2.0. ha implementado además una biblioteca virtual en el campus para incentivar el uso del internet en aymara.

A los 18 años, Rubén Hilari había terminado el colegio y trabajaba como mensajero del aeropuerto de El Alto. Estudiaba inglés y programación de computadoras en un instituto y aún no veía claro el futuro.

 El año 2000 se inauguró la Universidad Pública de El Alto (UPEA) y él se inscribió en la carrera de Turismo. Siguieron meses de inestabilidad para la nueva casa de estudios y, aunque tras una serie de movilizaciones, terminó por reestructurarse, se cerró la carrera de Hilari. Para entonces él ya trabajaba como profesor de inglés del colegio Emanuel, que era administrado por los cuáqueros que lo habían formado, y optó por Lingüística e Idiomas para continuar en la UPEA.

La vida universitaria abrió más puertas al joven Hilari. "En la UPEA leí a Guamán Poma de Ayala, a Fausto Reinaga y a otros autores, y me di cuenta de que si hubiéramos seguido al ritmo que íbamos, los aymaras habríamos desarrollado una civilización diferente. En aquel momento, cuando estudiaba, nos hacían creer que lo occidental era lo máximo y eso es falso. Hasta sexto semestre no tuvimos ni un docente que nos enseñara lingüística en aymara, pese a que esa era la lengua materna de muchos de los estudiantes que veníamos de las provincias”, analiza Rubén con espíritu crítico.

 En 2007, cuando terminó la carrera, Rubén era ya un experimentado maestro de inglés. Ese mismo año ganó una plaza en un programa de intercambio para profesores de idiomas en una escuela cuáquera en Nueva York. "Estaba feliz pero también asustado”, recuerda.
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Rebeca Laura tiene 35 años y es muy paceña; pero más frágil que el estereotipo de las paceñas por la miel de sus grandes ojos. Conoció a Rubén en la UPEA cuando él era dirigente estudiantil y ella una universitaria novata. "Aunque no es mi idioma materno, me apasiona el aymara. Por eso entré a lingüística”, comenta.

Hilari y ella fueron novios durante cinco años y luego se casaron. A ella le gustó siempre la misión que él se impuso con el aymara. "Creo en lo que está haciendo. No desconfío”, confiesa mientras trata de controlar a su hija Warita, que ya ha empezado a dar los primeros pasos.

La niña nació el 21 de octubre de 2013. Sus padres convinieron en que "brillaba” y la llamaron Wara (lucero, en aymara). Ahora, con un año y medio, la estrellita aprende a hablar en castellano, aymara e inglés. "Nosotros como lingüistas le enseñamos y ya dependerá de ella elegir después”, dice Rebeca.
 
La primera vez que Rubén Hilari abordó un avión, su boleto a "la otra vida” pasaba por La Paz, Santa Cruz, Miami y Nueva York. En "la gran manzana” durante un año vivió con una familia evangélica; trabajó en un colegio cuáquero  donde daba  clases de castellano y charlas sobre la cultura andina; y en sus ratos libres era un caminante impenitente.

"Conocí todo lo que pude. Me impresionaron los aeropuertos, los edificios —el Empire State—, el sistema educativo, la organización, la responsabilidad y la dedicación que tienen los estadounidenses”, relata.

2008 fue un año de descubrimientos y nuevas experiencias en tierras lejanas. Pero Hilari jamás se planteó una mudanza al país del norte —"yo hablaba en inglés y traducía (para otros) al español, pero pensaba en aymara”, subraya— y regresó al término de la pasantía con una maleta llena de proyectos y ansioso por casarse con Rebeca Laura, la muchacha de ojos dulces de la que se enamoró en la UPEA. "Como la víbora que se saca la escama y se renueva, así volví”.

Bolivia y él se necesitaban.

Si no fuera por las tres modernas computadoras, el rosa intenso de las paredes se robaría todo el protagonismo de la oficina de cinco por siete metros que Jaqi Aru tiene en la ciudad de El Alto. En la sede del grupo ciberactivista, una comunidad de jóvenes trabaja  para promover el uso de internet en idioma aymara, e Hilari es uno de sus motores más importantes.

"Cuando volví de Estados Unidos, comencé a armar blogs en aymara con un grupo de compañeros. Llegamos a hacer 11”, cuenta Rubén detrás de su escritorio.

La iniciativa llamó la atención de Global Wise y poco después esta organización les solicitó la traducción de otros blogs internacionales al aymara. Ese fue el inicio del colectivo.

En septiembre de 2009, 12 ciberactivistas crearon Jaqi Aru y encararon su primera misión de voluntariado: traducir el Facebook al aymara. Después de varios años de trabajo, el equipo ha logrado traducir más de 23.000 términos de la red social y espera llegar a los 28.000.

"Me gusta”, por ejemplo, es kusawa en aymara; "compartir” es ch’iqiyaña; y "comentar”, qillqt’aña.

"Amigos” es masinaka; "fotos”, jamuqanaka; "inicio”, qallta; y "publicación”, jichhakipta. La labor de voluntariado continúa y, cuando  llegue a un 90% de avance, el proyecto podría materializarse y ser lanzado oficialmente por Facebook.

"Una lección aprendida en Jaqi Aru es que hay que escribir más en aymara. El desafío es que el aymara no sea inferior ni superior al castellano”, dice Hilari con gesto severo. Y luego vuelve a sonreír para hablar de todo lo que le entusiasma: de su comunidad, donde vuelve dos veces al mes para sembrar y cosechar con las manos "porque es la mejor forma de cargar energía”; de la batería de ciberproyectos de Jaqi Aru —que va desde la subtitulación de películas hasta la creación de herramientas tecnológicas con lógica andina—; y de su hijita Wara.

"Ni ella ni nadie de su generación debería tener que fingir que lee en signos ajenos, como hice yo. Nunca más: Taqin Ch’amañchasirinakarux jallallakipanaya” (fuerza a los que siguen luchando).

Texto y foto: Pagina siete-Liliana Carrillo V. -Richard Ilimuri

viernes, 9 de septiembre de 2016

Los descendientes de Abaroa en Chile forjaron una gran fortuna

La fortuna del  Grupo Luksic supera los 10.000 millones de dólares. Este emporio, fundado por el bisnieto de Eduardo Abaroa, tiene como epicentro Antofagasta, desde donde el descendiente del héroe boliviano construyó una de las mayores riquezas familiares de Chile, con proyecciones, incluso, internacionales.


Los medios chilenos suelen difundir noticias sobre cómo los Luksic están entre los principales millonarios del planeta. Los orígenes de la riqueza de este conglomerado económico están relacionados con el héroe boliviano que se negó a capitular ante la exigencia de un soldado chileno, aquel 23 de marzo de 1879.

Sin embargo, pese a que muchas cosas en Bolivia llevan el nombre de Abaroa, poco se conoce de él "como persona”, dice Ronald MacLean Abaroa, bisnieto  boliviano de aquel líder y quien en 1987 editó las cartas que Abaroa escribió hasta antes de la batalla de Calama.

Aquella tendencia, además, se reproduce en el sistema educativo nacional. "Creo que (el acto de heroísmo) se enseña con  poca profundidad. Se reduce a su hazaña y a su grito”, comenta el historiador Fernando Cajías.

Abaroa, el empresario mediano

¿Pero quién fue Eduardo Abaroa? Cajías traza un perfil aproximado: "Sus cartas y algunos documentos de registros económicos  permiten deducir que don Eduardo era parte de la  élite provincial de San Pedro de Atacama (de donde es originaria la familia) y de Calama. Era un empresario mediano que, como era común en la época, tenía una actividad diversificada: comerciante, minero del cobre, agricultor”.

La historia registra que cuando Chile invadió el territorio boliviano (el 14 de febrero de 1879), Abaroa organizó  la defensa que se estructuró en Calama, con una prevalencia de civiles. El 23 de marzo, el mártir combatió y murió tras pronunciar su emblemática frase.

Los Abaroa, la estirpe 

Eduardo Abaroa junto a los defensores
de Calama. Foto: 
Libro del Mar
"La familia, obviamente, quedó huérfana. Se quedó allá, donde vivían, que era Calama, San Pedro de Atacama. Ahí se quedaron los hijos huérfanos, chiquitos, cinco hijos, y la viuda”, cuenta MacLean Abaroa. 

El negocio de los Abaroa -continúa- consistía en llevar ganado vacuno de Salta a la costa, un trabajo muy peligroso y difícil porque se debía transportar al ganado por la cordillera de Los Andes, cruzar el desierto, para proveer carne a la zona y posteriormente a la mina de cobre de Chuquicamata.  No obstante, en ese trayecto, muchas veces debían enfrentarse a ladrones que quería robar la mercancía.

"Era gente fuerte, acostumbrada a combatir, y por eso es que Abaroa combate con tanta fuerza cuando Chile invade, pero le deja a su familia ese negocio, más algunas concesiones mineras pequeñas en su momento y los hijos, que son tres hombres: Andrónico, Juan y Eugenio, mi abuelo, quienes apenas crecen un poco, toman el negocio del padre y siguen prosperando”, explica MacLean Abaroa.

Andrónico, el emprendedor

De los herederos, fue Andrónico Abaroa Rivero quien detentaba un espíritu emprendedor y creó la compañía eléctrica en Calama y la primera empresa de explosivos de esa localidad, según una revisión hemerográfica digital.

MacLean Abaroa suma otros rasgos del hijo mayor del héroe boliviano: era "muy trabajador” y "habiloso para los negocios” y explica, además, que un elemento clave para acrecentar la fortuna familiar fue el descubrimiento de las reservas de cobre más grandes del mundo, ubicadas en la mina de Chuquicamata.

"Lo que sí beneficia muchísimo a la familia es el descubrimiento de Chuquicamata, el yacimiento de cobre más grande del mundo y como ellos eran de las zonas se convierten en los principales proveedores de alimentos, de materiales, etc. para Chuquicamata (de la empresa americana Anaconda) y ahí es donde comienza a hacerse la fortuna a la cabeza de Andrónico Abaroa, el hijo mayor, con sus hermanos”.

Elena, la hija boliviana 

Irene Rivero, esposa de Abaroa.
Foto: Cartas del Abaroa.
La única hija de Andrónico Abaroa se llamó Elena, quien nació en Tupiza (Bolivia) y llegó a vivir a Chile cuando cumplió los 18 años. Los medios impresos chilenos, como La Segunda y la revista Qué pasa, entre 2013 y 2014,   la citan como la  "hija de un acaudalado empresario antofagastino” (Andrónico Abaroa), que detentaba "mucho carácter” y "una inteligencia privilegiada”.  MacLean Abaroa explica que Elena  se casó a principios del siglo XX con  Policarpo Luksic, originario de Croacia.

"A la muerte de don Andrónico Abaroa, Elena heredó los negocios de éste, junto a su hermano Juan, pero ella resultó heredar también el talento organizativo y la habilidad de negocios de su padre Andrónico, con los que conservó la fortuna familiar, y educó a sus hijos en Europa y Estados Unidos”.

De los dos hijos que tuvo Elena con Policarpo, fue Andrónico Luksic Abaroa, quien heredó el talento para los negocios (el otro hijo se llama Vladimir).

Andrónico, el patriarca

Cuando sus dos hijos terminaron sus estudios de colegio, Elena los citó en su escritorio y les dijo que su responsabilidad terminaba ahí y que de ahora en adelante ellos debían forjar su destino; además, la madre les dio 1.000 dólares a cada uno, según el reportaje "Una historia personal”, que publicó Qué pasa en marzo de 2013.

Andrónico Luksic Abaroa partió rumbo a Europa, a París, a estudiar leyes. Sin embargo, en ese viaje es que se adentra en el mundo de  los negocios, relacionados con el intercambio de dinero.

"Cuatro años después (Andrónico) regresó a Antofagasta con US$ 30 mil (unos US$ 1,3 millón de hoy) que invirtió en una casa de cambios y una concesionaria Ford de su tío (Juan). Luego, adquirió -con un socio- la mina de cobre Portezuelo... pero cuatro años después  una firma japonesa le ofreció comprarla: él pidió $ 500 mil y los japoneses le pagaron US$500 mil (US$ 21,5 millones actuales): a los 30 años ya era millonario”, dice un reportaje de La Segunda.

El Grupo Luksic fue fundado por Andrónico Luksic Abaroa en los años 50 en Antofagasta. Sus actividades iniciales se relacionaban con la minería, con el cobre como punta de lanza, y con su concesionaria Ford. En la actualidad,  las inversiones de este emporio está en varios rubros, que van desde telecomunicaciones, pasando por servicios financieros, hasta la manufactura, e incluso se sabe que tienen inversiones en Inglaterra (el Ferrocarril Antofagasta Bolivia), China y Croacia.
 
En agosto de 2005 murió Andrónico Luksic Abaroa, a quien se le llama el "patriarca”.  Sus tres hijos Andrónico, Guillermo (murió en 2013) y Jean Paul se pusieron al frente de sus negocios.

Una paradoja

Una paradoja de la historia es sin duda que el centro neurálgico desde donde los Luksic alcanzaron el  éxito y comenzaron a construir su fortuna fue en territorio boliviano. Éste es uno de los elementos que subraya MacLean Abaroa, quien fue Canciller del país. 

Más allá de todo, MacLean Abaroa comenta que Bolivia no sólo perdió el mar, ni el  mayor yacimiento de cobre del mundo (Chuquicamata),  sino que "también hemos perdido un contacto con una sociedad, una burguesía, una clase media sofisticada y educada, donde muchos de los bolivianos también se han educado y que podrían beneficiar mucho en una relación futura boliviano-chilena si es que se encuentra una solución al impase que tenemos históricamente”.

Quien fue Eduardo Abaroa?
Eduardo Avaroa Hidalgo
Nació el 13 de octubre de 1838, en San Pedro de Atacama. Sus padres fueron Juan Avaroa y Benita Hidalgo. Se casó con Irene Rivero, madre de sus cinco hijos Amalia, Andrónico, Eugenio, Antonia y Eduardo.
Realizó sus primeros estudios en la escuelita del pueblo. Siendo mayor adquirió conocimientos de Teneduría de Libros y Contabilidad. Fue miembro del Concejo Municipal de San Pedro de Atacama.
Hombre alto, delgado, de movimientos tranquilos, ojos claros de mirada bondadosa y a la vez firme así fue Eduardo Avaroa Hidalgo, héroe de la defensa de Calama, que representa el símbolo del sacrificio sirviendo a la Patria. Se lo recuerda por su célebre frase: “¡Que se rinda su abuela… Carajo!”.
Murió a la edad de 41 años. Su cadáver fue recogido por las tropas enemigas y se lo sepultó, silenciosamente, en el cementerio del pueblo de Calama, a las cuatro de la tarde del 23 de marzo de 1879. Su epitafio pudo ser lo que él le dijera a don Ladislao Cabrera: “ Soy boliviano, esto es Bolivia y aquí me quedo”.
El desembarco de las tropas chilenas en Antofagasta, el 14 de febrero de 1879 y la desocupación de los funcionarios bolivianos del puerto, sorprendió a Avaroa, quien había viajado a esa población por motivos mineros.
Concentrados en Calama los más prestigiosos elementos políticos y militares de la región a iniciativa de don Ladislao Cabrera, se formó una comisión patriota, encargada de organizar la defensa, que fue denominada “Comisión Salvadora de Bolivia” Avaroa, fue el primero de los civiles en ofrecerse como voluntario y se convirtió en su brazo derecho para los preparativos de la defensa.
En el combate del Puente del Topáter se rehusó a abandonar su puesto pese a la superioridad numérica de las fuerzas chilenas y luchó con valor hasta quedar atrincherado por el enemigo, que le pidió rendirse.

Avaroa contestó con voz ronca, como un rugido: “Rendirme Yo. ¡Qué se rinda su abuela… Carajo!”. Los soldados chilenos respondieron con una nueva carga cerrada de sus fusiles y lo ultimaron con sus bayonetas, porque Avaroa parecía tener siete vidas. Cuando los soldados comenzaron a festejar el triunfo alrededor del héroe al grito de ¡Viva Chile!, todavía escucharon el último aliento del héroe: ¡Muera!...

Texto Pagina Siete DIREMAR y foto: Internet Richard Ilimuri