Plaza Alonso de Mendosa y Evaristo Vale |
Históricamente,
el primer registro que se vincula con Chuquiago aparece con nitidez, al poco
tiempo de haberse consumado el acontecimiento pavoroso de Cajamarca conocido
como el “retorno de los dioses de los ojos azules”; en efecto, a la muerte del
inca, el nuevo amo del Perú – Francisco Pizarro destacó al Kollasuyo el año
1534, a dos de los capitanes más audaces de su escolta: eran los capitanes
Diego de Agüero y Pedro Martínez de Moguer. Ambos comisionados tenían encargo
de conocer “de visu” la Isla del Sol y al mismo tiempo el mentado cañón de
Chuquiago (1).
La provincia del Marqués - pergamino rubricado en el Cusco era
precisa: los emisarios debían establecer, tanto en las islas como en el
case-río de Chuquiago, la verdad concerniente a los tesoros sobre los cuales,
con entusiasmo le habían hablado a Pizarro el mismo Atahuallpa, poco antes de
su inmolación. Una vez cumplido su objetivo, la pareja de soldados retornó a la
Gobernación, llevando cada uno, en la grupa de su caballo talegos de arena
proveniente de una yacimiento que otrora, había sido explotado por orden de
Wayna Kapac. Los talegos en manos de Pizarro, decantaron muchas onzas de oro
(2).
Posteriormente aparecieron en la barranca unos venerables burgaleses. El prior de ellos era
Francisco de los Ángeles Morales. “Había llegado al reino del Perú el año 1532,
recorriendo el altiplano hacia 1536, en compañía de Francisco de la Cruz
Alcócer y Francisco Laroca, organizando misiones y levantando toscas capillas
de barro”. Curiosamente estos tres misioneros tenían por nombre:
“Francisco”.
Y dado que los tres “Franciscos” se hallaban empeñados en formar un centro de
adoctrinamiento en el Pueblo Nuevo, se esmeraron en levantar en provecho del
burgo en gestación un “plano” que fue puesto a disposición de don Pedro de la
Gasca, a comienzos de 1548. Lo que no se sabe es qué suerte pudo correr
semejante “carta” de ingeniería. una vez que estuvo entre los papeles del
pacificador del Perú.
En agosto
de 1540, asentados como estaba algunos peninsulares lavadores de oro, se hizo
presente en Chuquiago Francisco Pizarro en persona. Francisco por la gracia del
valle y sus bondades –abundante oro, agua cristalina, buen maíz y mejor
forraje para los caballos. Pizarro llegó con su ordenanza, un tal Picado que
era su escribiente. Lo acompañaban algunos capitanes, como Pedro de Valdivia y
Rodrigo Zamudio. Durante su estadía el conquistador del Perú firmó un par de
despachos privilegiados, la adjudicación a perpetuidad de los placeres de
Chuquiaguillo y La Merced, en beneficio de su hermano Gonzalo, por una parte y
por otra, la conquista de Chile por don Pedro de Valdivia, el fundador de la
ciudad de Santiago el Mapuche (3). Ocioso resultaría pensar que tan eminentes
personajes no se hubiesen alojado en uno de los tambos de Churubamba.
“El pueblo
español – sugiere José María Arguedas – llegó para fecundar el Nuevo Mundo, no
sólo para conquistador” (4). El pensamiento del ilustre peruano se complementa
con el criterio del mexicano Octavio Paz, cuando dice: “la diferencia con las
colonias sajonas es radical. Nueva España conoció muchos horrores, pero por lo
menos ignoró el más grave de todos: negarle un sitio, así fuere el último en la
escala social, a los hombres que la componían” (5). Lo dicho se aplica con
exactitud a la Nueva castilla o sea, al Perú. Y, además, nos hace ver como
España encontró en el Descubrimiento de América no únicamente la expansión del
“mercantilismo” a secas, sino que implementó, en aquel acontecimiento estelar
de la Humanidad, un esquema que fue capaz de concretar un objetivo: la
cristianización de las tierras descubiertas y conquistadas del Nuevo Mundo.
Bajo este
presupuesto tan español de la época, al promediar el mismo siglo XVI en
Churubamba -casas de barro y paja brava, recostadas en las vertientes de un río
cargado de oro, en medio de huertos de maíz y patatas, otro castellano, el
capitán Alonso de Mendoza paseando la bandera de la Corona, asistido de un
clérigo con el breviario de Santo Toribio, en la mano y escoltado por soldados
de a caballo y lanzas en ristre, e inclusive, con la benévola asistencia de los
caciques del lugar fundó la ciudad Nuestra Señora de La Paz, “tres días después
del 20 de octubre de 1548, en que se firmó el acta oficial en el altiplano,
dentro de la iglesia de Laja”(6).
Hay
historiadores que no ven en el suceso anterior sino un acto informal una
solemnidad provisional, en el entendido de que Alonso de Mendoza y la treintena
de españoles que formaban su comitiva “se la tenían guardada a la ciudad en
ciernes en el lomo de sus cabalgaduras”. Es que el fundador ibérico confiaba,
hasta el último, en el hallazgo de otro “paisaje” más acorde con su leal saber
y entender para, de esa manera, cumplir con su cometido, ajustándose, además, a
los puntos que contenía el pliego expedido por el gran pacificador del Perú, el
licenciado don Pedro de la Gasca.
La
fundación de las ciudades del Alto Perú, lo mismo que la de otras similares en
las Indias, ha obedecido a ciertos modelos estratégicos ya establecido por la
vieja experiencia de Occidente: se ha inspirado en fundaciones que los
conquistadores romanos hicieron en tiempos del Imperio. “Los españoles -hace
notar Gustavo Adolfo Otero- al igual que los conquistadores romanos edificaban
sus urbes donde existían fundados caseríos indígenas” (7). Lo cual explica por
qué La Paz –una villa de molde castellano- se ha instituido en base a un
Chuquiago aymara, una milenaria ciudad enraizada en los Andes, en un tinglado
donde comienza el sistema amazónico del Altiplano.
La Paz,
como el Cusco, sigue en el sitio donde el hombre americano primitivo la fundó.
¿Por qué no la cambiaron de lugar los conquistadores?, se pregunta el
investigador (8). En su búsqueda los peninsulares se detuvieron en los
contornos del lago Sagrado, descendieron a los valles y a las orillas de los
ríos, y ninguno de esos parajes pudo colmar su expectativa. Viacha, Guaqui,
Tiahuanaco y Yunguyo, fueron descartados. Unos por muy desolados y otros, en
la arisca meseta, por demasiado frío, sin embargo, a la pretérita e importante
Chuquiago la eligieron entre múltiples torrentes, sobre el terreno más
difícil, “teniendo hacia el sur esas formaciones de greda tan estériles, que en
los tiempos de la conquista debieron ser contempladas con supersticioso
terror” (9). Y de este modo, se quedaron en la benigna barranca en aquella
aldea de oro que le pintara el inca en Cajamarca, era una joya encofrada
dentro de un paisaje que hierve montañas a la vista del Illimani.
Con
referencia a las “capitulares” de la fundación, Julio Díaz Arguedas nos hace
una advertencia: “este último documento –expresa el historiador al ocuparse del
acta labrada en la hoya de Chuquiago puede ser considerado (sic) como la
verdadera fundación de la ciudad de La Paz, porque fue redactada sobre un
terreno elegido. . . ya que fue en esta fecha (23 de octubre) en que los
fundadores recorrieron la quebrada y no hallando otro sitio mejor que la
planicie de Churupampa y campo de caracoles, iniciaron aquí el acto solemne de
la fundación, con la concurrencia de los caciques indios de la localidad” (10).
El mentado
pliego era fruto de los poderes que la Gasca recibió de manos de Carlos V, en
la Villa de Venelo, dos años antes de la fundación. Y en virtud de ellos,
el mandatario de S.M. le otorgaba a Alonso de Mendoza las facultades más
amplias y discrecionales, en una gama de asuntos a cual más variados. Entre
tales asuntos se contaba, por ejemplo, el de “dictar ordenanzas que os
pareciere necesarias al servicios de Dios Nuestro Padres y Señor y al servicio
de nuestro bien y para el sosiego de las dichas provincias y de los dichos
habitantes”. Además el pacificador insistía, de “motuproprio”, en su
irrenunciable afán de amparar a los indígenas de la zona y evitarles por lo
tanto, los penosos viajes que éstos hacían, a Arequipa, ora a la Plata,
centro donde residían sus amos o “encomenderos”.
Y tal
propósito del buen clérigo fue, no cabe la menor duda, uno de los factores
principales que determinaron para la creación española de la Villa de La Paz.
Otro motivo celosamente puntualizado por el
Pacificador, era el de implementar en Chuquiago un sólido bastión que
protegiera al mineral de Potosí, esto, es creando un poblado de categoría, más
o menos cercano al Cerro, previendo los casos de riesgo que, eventualmente,
pudiera confrontar el enorme emporio de plata.