domingo, 23 de octubre de 2016

Cachuela ya tiene una sentencia de muerte

Fundada entre fines del siglo XIX y principios
del Siglo XX, fue un emporio de la goma.
Fundada entre fines del siglo XIX y principios del Siglo XX, fue un emporio de la goma. En sus calles pasearon los primeros automóviles de Bolivia; en su teatro actuaron artistas llegados desde Europa y en su hospital se hicieron cirugías de avanzada
Cachuela Esperanza tiene los días contados. No es una amenaza apocalíptica. La furia del olvido y de los años, del abandono y de la bravura del viento y de las lluvias y de los mismísimos ríos atorados en inundaciones están por extenderle el certificado de defunción.

Cachuela Esperanza fue la gran casa de don Nicolás Suárez, el emperador de la goma, que el 31 de marzo de 1882 la fundó como un emporio industrial desde donde producía y enviaba el caucho a los mercados del Viejo Mundo. Un centro con más de 2.000 trabajadores nacionales y extranjeros que se convirtió en un pueblo pujante, amparado por las leyes de su mentor.

Cachuela fue eso y mucho más. Por ejemplo, fue uno de los lugares del país hasta donde llegaron los primeros automóviles y un aparato de Rayos X, médicos cirujanos de primer nivel y obras teatrales desde Europa, además de recetas culinarias que se preparaban en banquetes de la oligarquía que engordaba no solo su billetera, sino también la de Bolivia, ya que con los impuestos de las empresas gomeras se garantizaban los sueldos de los funcionarios del aparato estatal.

A Cachuela Esperanza se la puede presentar desde diferentes esquinas de Bolivia. Está ubicada en Beni y desde su avenida Costanera, los pocos habitantes que quedan siempre dicen que se puede ver Pando. El núcleo urbano está anclado a un costado del río Beni y se puede llegar a él por tierra, ya sea desde Riberalta o desde la fronteriza Guayaramerín.

El que tenga intenciones de ir a Cachuela, antes debe saber que se encontrará con un pueblo cuyas casas y construcciones valiosas -joyas arquitectónicas que tienen más de un siglo- presentan un aspecto fantasmal y son un monumento al olvido, que viven bajo la amenaza de que un viento, una tormenta o algún fuego ose terminar derrumbándolo.
Helen Goyareb, alcaldesa de Guayaramerín, municipio al que pertenece Cachuela Esperanza, incluso se atreve a lanzar el tiempo de vida que le queda a la población en caso de que no se realice alguna cirugía a ‘corazón abierto’ para salvar las edificaciones que están más amenazadas: “Tres años”, dice. Si es que de manera urgente no se realiza un trabajo serio de restauración, en tres años ya no existirá Cachuela Esperanza, o por lo menos los edificios más emblemáticos que aún quedan y que son la memoria viva del auge de la goma en Bolivia.

“Estamos muy preocupados porque Cachuela es una ciudad que ha aportado mucho al país, que ha tenido gente del exterior desde sus inicios y deberíamos tener como un centro histórico turístico de Bolivia”, ha dicho la alcaldesa, desde su oficina en Guayaramerín.

Cachuela está tan vulnerable que tiene enemigos por todas partes. La última vez que sus habitantes vieron morirse una de sus edificaciones de madera fue una mala tarde del 17 de septiembre, cuando la casa grande, que fue la primera vivienda de don Nicolás Suárez, ubicada en la esquina de la avenida Costanera, se convirtió en cenizas después de un incendio de apenas media hora. Sin bomberos y sin manguera, los pobladores, asustados, hicieron una cadena humana hasta el río Beni, que está a 300 metros, para transportar agua en baldes que no consiguieron atemorizar a las llamas.
“Cachuela puede desaparecer en tres años o en 30 minutos”, dicen unos pescadores de yatoranas que están sentados en uno de los dos restaurantes de Cachuela, que ofrecen comida para los pocos turistas. Una funcionaria municipal desempolva el triste dato de que en el último mes se han registrado 15 visitantes.
“Cachuela puede desaparecer en tres años o en 30 minutos”, insisten ellos, que saben la realidad del pueblo porque ahí se criaron y contemplaron el retroceso de la pequeña urbe. El mismo subalcalde, Guillermo Méndez Vargas, que nació en 1956, recuerda que cuando era niño el pueblo tenía agua, luz eléctrica permanente y edificios imponentes.

Pero él sabe que la Cachuela de sus recuerdos no es ni la sombra de la Cachuela del 2016. Ahora solo hay energía eléctrica desde las siete hasta las nueve de la noche. Pero en Barrio Nuevo, donde fueron llevadas las víctimas de la última inundación, no hay corriente en ningún momento del día, salvo en la casa de aquel vecino que se ha comprado su generador. “Años antes era una época donde cada visitante se enamoraba del lugar”, recuerda, con una nostalgia evidente, el subalcalde, que vive en una casa de madera en la avenida Costanera, donde dicen que fue el club social y donde se reunían para divertirse los poderosos amigos de don Nicolás. Ahora, en esa casa donde vive la primera autoridad de Cachuela, hay una hamaca tendida en una de sus habitaciones y una galería afuera para sentarse a escuchar las cachuelas y a observar la vista mágica del río Beni.

Pero esa magia se rompe cuando uno tiene que observar las ruinas de Cachuela Esperanza. Una de ellas es el hospital de la época de don Nicolás Suárez, un edificio de una planta construido con adobes y galerías anchas a ambos costados de las habitaciones y salones. Es la primera mole que se ve si se llega desde Guayaramerín. El lugar se asemeja a un paciente herido, abatido por varias plagas del mundo. Está inmóvil, descascarado, atormentado por las malezas, con algunas paredes y parte de su techo desplomados. Todo contrasta con los días gloriosos del auge de la goma, cuando en este lugar se realizaban cirugías de avanzada para su época, con médicos que habían cruzado el mar para llegar al pueblo de don Nicolás. “Aquí era la sala de cirugías, allá la de cuidados intensivos, más allá las habitaciones para los internados”. Así narran los habitantes más antiguos del pueblo, los que temen la llegada de una lluvia feroz porque cada vez que el cielo llora, Cachuela se pone de rodillas para no perecer.

A pocos metros hay un letrero que da la bienvenida al pueblo: descuidado y olvidado. Apenas se ven sus letras. Si uno agudiza la mirada por el lado izquierdo, entre los barbechos y los árboles, puede descubrir una mansión –la que fue de don Nicolás Suárez- siendo devorada por la exuberante vegetación, apaciguada y quieta, con sus tejas y sus paredes que apenas se ven y a las que hay que acercarse para entender cómo era el lugar donde moraban el rey de la goma y su familia.

Las comodidades de una casa señorial ya no lo son más. La casona, construida con muros de gruesos adobes, es de dos plantas y tiene varias puertas y ventanas tapiadas, también víctimas de saqueos y de la furia del tiempo.

Este lugar se conoce como Villa Luta, dice Dionisio Huari, tendido en una hamaca con varios agujeros. Se presenta como el cuidante desde 2007, cuando el alcalde lo contrató como custodio para que evite que la gente se robe las puertas y ventanas, lo poco que quedaba de anteriores saqueos.
Ahora ya no hay nada que robar. Lo que queda son las gradas interiores que, aunque crujen, están aún en buen estado, y el piso, que también es de madera, sin lustrar, opaco y sin huellas de pasos recientes. “Aquí era la casa de don Nicolás. Los ladrones no han dejado nada, no hay qué mirar. Solamente las ruinas están para verlas”, dice. Si uno camina sin prisa por la casa vacía, no solo podrá ver las paredes, sino también dos inodoros sucios en dos baños vacíos. Uno de ellos está en lo que fue la suite y otro, al parecer, para el resto de los ocupantes. Caminar por uno de los balcones de la segunda planta es un peligro, porque el piso está inclinado y las maderas podridas. Abajo, dos arcos de cemento, que eran la entrada a la casona, están siendo vencidos por la maleza.

José Luis Durán, director del Archivo Histórico de la Casa Suárez en Guayaramerín, concuerda y dice que todo eso desapareció con el saqueo y que aún se lo sigue haciendo. “El otro día se detectó que había rieles listas para ser embarcadas. Hemos dado parte al encargado municipal. Lamentablemente no hay control y no se resguardan los edificios que quedan”, lamenta.

Durán es el custodio de los documentos que quedan como testimonio de la Casa Suárez. “Hay menos del 50% de los que existía originalmente, el resto se ha extraviado o se ha perdido en la lluvia. La Armada estuvo desde 1960 al cuidado de Cachuela, después de la Reforma Agraria, la Casa Suárez fue confiscada por el Estado y de esa forma todo quedó abandonado: las mansiones con sus utensilios, los pianos, los automóviles, camiones, embarcaciones, la maestranza, que era una de las más completas de Bolivia”. De eso ya no queda nada.
Las paredes de la casa de don Nicolás están firmes, aunque eso no garantiza que el lugar sea eterno. Don Dionisio no es albañil, pero lee la realidad. “Vayan a ver lo que queda del teatro José Manuel Pando. Ya van a ver con lo que se encuentran”, invita.

Hace un siglo aquí se desarrollaban las obras teatrales de elencos traídos de países europeos, conciertos de primer mundo y declamadores. A estos espectáculos, según cuentan con orgullo en Cachuela, se suma el momento épico de cuando en los años 30 del siglo XX, en esa población se proyectó la primera película sonora de Bolivia.
Pero ahora el teatro José Manuel Pando no es ni la sombra de aquello que fue. Está destripado y abatido. De la pared lateral derecha solo quedan escombros en el piso y la izquierda tiene puntales para que no se desplome. Adentro, las graderías están averiadas, uno que otro palo intenta proteger el desplome del techo y el escenario principal está sin telón y envuelto en una cortina de polvo acumulada durante años.

Dicen que la principal culpable de esta catástrofe es la inundación del 2014, que debilitó el cimiento y por eso una de sus paredes se vino abajo. Pero los habitantes sostienen que las aguas solo han dado un pequeño empujón, puesto que fue la falta de mantenimiento la que fue cincelando la estructura hasta convertirla en un cascarón vacío y hueco.
A un costado del teatro está la capilla, donde los vecinos cuentan que se siguen oficiando misas, pero los fieles prefieren oír el sermón desde afuera, por miedo a que el techo o las paredes que ya están enclenques se desplomen.

La iglesia de nuestra Santísima Trinidad fue construida encima de una roca gigante y permanece ahí después de más de un siglo, solo que ahora está enferma, con las paredes de madera inclinadas y con algunas partes del techo perforadas. Adentro, apoyado en el altar, el bolso donde los devotos entregan las limosnas sigue aguardando que los voluntarios depositen las ofrendas. Hace dos semanas tenía solo Bs 3 y el piso crujía, y un viento hacía sonar las calaminas desclavadas de la parte delantera de la capilla.

Desde la capilla se ve la primera casa del rey de la goma que el fuego devoró en septiembre. “Me da pena ver todo esto”, dice Martha Heredia, y observa las calaminas chamuscadas y las cenizas que antes eran paredes. “En ese lugar trabajó mi marido, después de la muerte de don Nicolás, cuando aún existía la Casa Suárez”.

Su marido se llamaba Rodolfo Suárez y empezó a trabajar como barredor y limpiando escritorios, hasta que llegó a ser contador. “Esa tarde del incendio, el fuego se apagó porque Dios quiso”, dice y después mira el río Beni, caudaloso, eternamente musical

Texto y foto: El Deber - Richard Ilimuri Internet